Lo que hemos perdido. Carolina Jaimes Branger
Mi abuela siempre decía que lo que más la impactaba cada vez que iba a Nueva York era que la gente se veía nerviosa y apurada. No se saludaban, no se disculpaban si se tropezaban, no tenían palabras amables para los turistas… Traigo esta memoria a colación porque acabo de estar en Nueva York. No solo me impresionó la celeridad de los trabajos para arreglar los desastres del Huracán Sandy -ya poco perceptibles a pesar del poco tiempo que ha pasado, sino por la amabilidad de los neoyorquinos, en todas partes y en todo momento. Todos saludan, sonríen, agradecen… Todos están prestos a ayudar, a ser útiles… Como éramos los venezolanos en la época en que mi abuela visitaba Nueva York, y por lo que le resultaba ajena la conducta de ellos. ¡Cuánto hemos cambiado! La descripción que hacía mi abuela de los neoyorquinos parece que fuera la de los venezolanos de hoy en día. En toda Venezuela. Quizás en Caracas sea más obvio el cambio, simplemente porque hay más gente. Pero de resto, en todo el país una ola de malposición y agresividad se ha apoderado de todos los habitantes. La inseguridad ha hecho su parte, pues pocos son los que se atreven a ayudar a otros, pensando que si alguien pide ayuda es porque se trata de una trampa. Hace un par de meses una joven embarazada con un pequeño en brazos pedía auxilio en Chacao cerca de la avenida Libertador, porque aparentemente al taxista que la llevaba le había dado algo. Yo pasé el mensaje por Twitter y busqué a un policía de Chacao… pero no me acerqué ni me atreví a actuar. En 2002 escribí un artículo en el que contaba la historia de Irina Nimchinov, una mujer de una personalidad increíble, con una historia tan increíble como ella. Los padres de Irina eran rusos blancos, que emigraron a Yugoslavia durante la Revolución Bolchevique. Allí los sorprendió la Segunda Guerra Mundial. Irina fue a parar a Alemania, donde los nazis no le permitían entrar a los refugios subterráneos durante los bombardeos, porque no la consideraban un ser humano. Para ellos era “untermenchen”, un ser sub-humano. Después de uno de esos bombardeos, la única casa que quedó en pie en todo el pueblo, fue en la que ella se encontraba. Irina, por años, tuvo pesadillas con aquello. Después de la guerra, quiso irse a vivir al Canadá, pero no tenía papeles, y eso le dificultaba los trámites. Estando en esas diligencias, en la oficina de las Naciones Unidas, se le acercó un señor de apellido Colmenares, quien era funcionario de la Embajada de nuestro país, y le preguntó que si quería venir a Venezuela. De lo único que Irina tenía conocimiento sobre Venezuela, era que allí se encontraba el Delta del Orinoco, porque lo había estudiado en Geografía. “¿Venezuela?”, “¿pero qué puedo yo hacer en Venezuela?”. Colmenares le respondió con una de las frases más hermosas que he escuchado sobre nuestro país: “En Venezuela podrás ser gente”. Irina no lo dudó ni un instante. Después de haber pasado por tantas penurias y tantas amarguras, se le presentaba la oportunidad de irse a un lugar en el mundo que le ofrecía lo que tanto se le había negado en su vida: ser gente. Hace poco un amigo que me dio las gracias por un favor que le hice y cuando le dije “el cariño no se agradece”, me dijo: “sí te lo agradezco. Sé que lo hiciste con cariño, pero no quiero perder la costumbre de dar las gracias, pedir las cosas por favor, pedir permiso, disculpas… menos con mis amigos, con la gente que quiero… Si dejamos de hacerlo, perdemos las normas más elementales de convivencia”. Es verdad… No perdamos una de nuestras más encantadoras virtudes que era nuestra forma de ser abierta, amable, desinteresada. No caigamos en la trampa de quienes quieren sembrarnos odio y hacernos creer que somos un país dividido. El odio tiene consecuencias terribles, solo hay que mirar la historia. Los venezolanos no somos así y podemos recuperar una de nuestras grandezas… si queremos… Ojalá querramos… @cjaimesb
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